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lunes, 6 de noviembre de 2023

EL VALLE DE LA SAL

 

 EL VALLE DE LA SAL.
La novela


   A pocas leguas de la ciudad de los obispos, en la que se levanta la catedral, se encuentra el Valle de la Sal, en el que, gracias a las fuerzas de la naturaleza, la sal, tan necesaria al hombre para la vida, afloró a la tierra.




   La ciudad de los obispos, al igual que la catedral, se levantó con el producto de alguno de los muchos salinares del valle al que, para guardarlo, se dotó de castillos desde los que defenderlo. También surgieron en el valle otras villas que con sus castillos, iglesias y conventos contribuyeron a engrandecer la tierra del rey. Villas que, al igual que la ciudad de los obispos, creció gracias al  beneficio de la sal; hasta que los reyes de Castilla se dieron cuenta de que la sal la puso Dios en la tierra para beneficio de los reyes y emperadores; para que con su producto hiciesen la guerra, ensanchasen sus reinos y pudieran tener de qué vivir.







   Es parte del argumento de una magnífica novela en la que su autor nos introduce en el mundo de los salinares de interior, concretamente de la provincia de Guadalajara y sus antiguas salinas de Bonilla, situadas entre las actuales de Imón y de La Olmeda, en el conocido “Valle del Río Salado”, entre las importantes poblaciones de Atienza y Sigüenza.
 
   Un hecho aparentemente insignificante para aquellos tiempos, un caso de corrupción en la administración de la Real Hacienda, cuando el siglo XVI comenzaba a dar sus últimos pasos, nos sirve para introducirnos en un mundo hasta ahora desconocido, el del trabajo en las salinas de interior desde los tiempos de la Reconquista hasta el siglo XVII; tema que el autor ha estudiado concienzudamente hasta ser uno de los mayores conocedores del mundo de la sal; habiendo dado a la imprenta numerosos trabajos en torno a ello, que han pasado a engrosar la bibliografía de importantes universidades de dentro y fuera de España.

   Con maestría narrativa, el autor nos introduce en ese mundo, el de la sal; en el de las catedrales medievales, como la de Sigüenza (Guadalajara), ante la llegada de un nuevo obispo; en el de los conventos franciscanos, desde los que salen los frailes que han de predicar la humildad, y que serán perseguidos de alguna manera por los clérigos, cuya vida tiene poco de humildad y mucho de arrogancia.

   La obra original: “El Guardián del Salar”, fue unánimemente elogiada como referente histórico de un mundo hasta ahora escasamente estudiado, obteniendo el premio de Narrativa Histórica “Álvaro de Luna”.

   Sin duda, “El Valle de la Sal” culmina aquella obra anterior, al tiempo que servirá de eje para obras futuras sobre un mundo, el de la sal, que tanta historia dejó en tierras de Castilla.



El libro: 
Tapa blanda : 400 páginas 
ISBN-13 : 979-8679801325 
Dimensiones del producto : 13.97 x 2.54 x 21.59 cm 
Editorial : Independently published 
ASIN : B08GVGCTJX 
Idioma: : Español

Versión Kindle 
Longitud de impresión : 291 páginas 
Word Wise : No activado 
Tamaño del archivo : 1796 KB 
Texto a voz : No activado 
Uso simultáneo de dispositivos : Sin límite 
Lector de pantalla : Compatibles 
Tipografía mejorada : Activado 
Idioma: : Español 
ASIN : B08GS6Y4NR





 

 
AQUÍ PUEDES LEER EL COMIENZO...



PRIMERO
28 de enero de 1611
Nona

    El frío es, quizá, la extraña soga que traba nuestro espíritu. El látigo que nos azota. El telón que nos cierra el horizonte. La voz que nos lleva al recuerdo.
    Por ello, al sentirlo y advertir que me encogía sobre el escritorio, el padre Guardián, en contra de su costumbre, alzó la voz al pasar por delante y ver la extraña figura que me hacía componer:
   -Abrigaos, os va a dar un pasmo.
   Fue como un espíritu deslizándose por el corredor. Tratando de hacer el menor ruido, como el soplo de aire que penetra por la ventana y por ella se vuelve al lugar que lo trajo.
   Lo vi perderse arrebujado en su capa, como una sombra que se desvanece en medio de las tinieblas en busca de la portería. Después se escuchó la campana de la puerta al abrirse  y el profundo eco de la madera al cerrarse.
   El mejor abrigo contra el frío está en la calidez de la lumbre. Y en el oscilar de la llama bailoteando en medio de las tinieblas, que también me lleva a ello, al recuerdo. A los días agrios en los que la hoguera se encendió para librar del mal al entorno, a juicio de los hombres, y dejar en mi conciencia el pesar que desde entonces me encoge y será la losa que me ha de perseguir hasta la muerte.
   Un viento helado penetra en el cuarto encogiendo los ánimos al tiempo que arranca a las aberturas del ábside de la iglesia un sonido que parece quejido de difunto subiendo de la cripta en busca de la libertad que le ofrecen las ranuras que lo sacan al mundo, zarandeando con su invisible mano las vidrieras, que con el zarandeo amenazan con venir abajo y caer sobre nosotros en el momento en que, Dios no lo permita, nos encontremos celebrando los oficios. Es ahora cuando me pregunto dónde están las famosas riquezas de la iglesia, la pródiga mano divina que todo lo enmienda o la caridad del mundo, que no ponen remedio a nuestros males.
   Las miro ahora y me viene el mal presentimiento pues frente a mí las tengo, queriendo imaginar lo que fueron cuando los vidrieros las terminaron de componer dando al interior del templo un juego de luces que a nuestros pasados debió de parecerles creado por los mismísimos ángeles, y un sentimiento de dolor me invade ante el temor de que puedan perderse, que como digo lo harán si nadie lo remedia. Como la iglesia misma. Como el conjunto entero de este santo lugar, otrora casa de reyes y hoy ruina de los desapegados tiempos que nos persiguen.
   Las paredes desnudas del cuarto sobre las que el reflejo de la lumbre no hace sino arrancar sombras que parecen danzar en un baile infinito que más parece burla de demonio, no hacen sino lanzar más frío dentro. Como que todo el del entorno se nos mete en la casa y no hay puertas ni murallas, por espesas que sean, capaz de contenerlo.
   Se echan a faltar aquellos tapices que en el castillo del obispo, la casa del Corregidor o las capillas de la catedral tratan de dar calidez a las estancias, sin conseguirlo en ocasiones, al tiempo que visten la desnudez de la piedra.
  -¿Cómo se os ocurre imaginar –me lanzó fray Andrés Torija al escuchar mis pensamientos- que podrían estar cubiertas nuestras paredes de lienzos?
  -¿Por qué no? –Respondí preguntando nuevamente cuando aquello surgió-. Tapices historiados que cuenten la de nuestra casa como aquellos cuentan la historia de las batallas de los obispos, las guerras de los reyes o las conquistas de los papas. ¿Por qué los nuestros no podían contar los milagros del Patriarca, la vida de nuestros santos o las obras de quienes nos precedieron en esta tierra?
   Sin duda los contarán en otras casas, regiones o países, que no en la nuestra. Tierra pobre y a la que su pobreza no permite esos excesos. La vida y obras del Patriarca se trazan en las vidrieras y sus colores, junto a sus hermosas proezas, las llenan de vida.
   Fray Andrés, tan loco en otras ocasiones; cuerdo al presente, sonrió como lo hacen los chiquillos a la mirada del dulce.
   -¿Y quién los pagaría?
   Esa era la pregunta que más dolor podía causar. ¿Quién pagaría las telas ricas, los tapices, las obras del claustro o la sopa que terminará llenando las escudillas cuando se nos llame al refectorio, en tiempos en los que ni para llenar las escudillas tengamos?
   -Día llegará en el que…








   Y su dicho quedaba suspendido como el vuelo del azor en el aire a la espera de caer sobre la presa, cuando la presa mostrase su descuido.
   Nuestra señora doña Teresa Bravo, de tan grata memoria, legó algunos tapices de los suyos, tejidos en hilos de oro y plata, a la casa. Los que, sin duda, caldeaban sus cuartos cuando el fuego siempre acariciador del hogar la gratificaba con lisonja. Los de la torre de los Bravo, que se enseñorea sobre la muralla como si quiera hacer burla a las del castillo mirándolo, que también parece que las piedras cuando quieren miran, de abajo a arriba. Haciendo equilibrio en el mismo ángulo de la muralla en la que, bajo ella, se abren las puertas principales. Cómo para dar cuenta de que hubo un tiempo en el que los Bravo fueron amos y señores de esta tierra. De la villa, sus hombres, mujeres y bestias. El castillo, del Rey; la villa, de los Bravo, que bravos se hicieron en la conquista de esta tierra. Y sobre sus puertas, para saber quién entra y sale de ella, alzaron sus torres.
   Los tapices de doña Teresa apenas cubren un lienzo del muro de la capilla en la que mandó situarlos, frente al lugar en el que reposan a la eternidad sus restos; sin que se note calentura alguna en la iglesia. Tan fría como cualquier otra de nuestras estancias. Desangeladas como el aula en la que, en los buenos tiempos, se dieron las lecciones de gramática que tanto se echan a faltar en nuestros días. Sin más ornato en las paredes desnudas que un humilde crucifijo sin crucificado que nos recuerda que más que nosotros padeció nuestro Señor por la cristiandad entera.
   Llevaba razón fray Andrés Torija al discutir que nuestras paredes se cubriesen de lienzos; de poco nos hubiesen servido los tapices a la hora de templar los cuartos o enlucir las piedras. De estar las paredes de nuestra casa cubiertas de lienzos, pobres o ricos, los hubiésemos tenido que vender al mejor postor para tener de qué comer. Pues no siempre hubo con qué llenar los platillos. Y de caldear los cuartos en tiempo de hielo, de no tener buena leña con la que alimentar la lumbre poco han de hacer las telas por finas que sean, pues para que den calor hay que calentar las paredes antes.
   -Pero no me negará vuestra paternidad… -Ingenuo de mí, que imaginé lo contrario.
   -La vida es sacrificio. Y sin sacrificio nada hay que tenga valor –observó el dichoso fray Andrés frunciendo el ceño y entornando los ojos, hecho sin duda a la dureza del clima de la villa, tantos años como llevaba poniendo los pies sobre esta tierra que ni en los días de mayor calentura arranca el sudor de la frente.
   Para fray Andrés a todo en la vida se llega a través del sacrificio. Sin admitir la verdadera realidad.
   -Que siempre los sacrificados son los mismos –murmuré, imaginando ingenuamente que por la dureza de su oído no me escucharía.
   A pesar de no escucharme, el muy astuto leyó en mis labios; como que quienes pierden un sentido desarrollan otros que lo suplen. Por lo que no faltó su reprimenda antes de dejarme concluir el pensamiento.
   -Sacrificio, y penitencia –insistió-, en la vida toda ha de ser sacrificio y penitencia; a través de ello alcanzaremos la gloria.
   Pude replicarle, continuando el murmullo, para que lo escuchase a viva voz que los sacrificados, como digo, éramos siempre los mismos, los pobres, los necesitados o los haraposos en quienes se ceba de continuo la desgracia; que ya pudiera hacerlo alguna vez en los poderosos, de los que huye como del agua el gato, pero me hubiese respondido que el sacrificio lo habíamos buscado nosotros en la pobreza y, como en parte era cierto, no continué con una cuestión que a nada conducía, salvo a una de esas discusiones que al final nada aclaran y todo lo terminan enturbiando.
   Todavía cuando marchaba se volvió desde la senda de la huerta:
   -Recordad, sacrificio y penitencia engrandecen al hombre y lo acercan a la salvación.
   Y dicho ello sus pasos se fundieron con la alargada y fina sombra de los chopos, empezando a desnudarse al frío del invierno.

*****
    La nieve cubre todo lo que la mirada alcanza, y suerte fue que el lagrimeo de los cielos se inició llegados ya a la vista de la villa, de la contra y visto cómo nos amaneció el día nos hubiera dejado en el camino contraídos a cualquier refugio y ateridos de frío; o mejor, hechos masa de hielo a semejanza del paisaje y fundidos en él. Que no sería la vez primera en la que alguno de los nuestros creyendo buscar la salvación al abrigo de una covacha halló en ella la muerte dulce de quien se duerme al  frío para despertar al calor del paraíso.
   -La muerte  más dulce. Pues quien helado muere lo hace soñando en el amor celestial, en el calor divino...
   Fray Salvador, tan metódico en sus actos como en sus observaciones médicas, siempre defiende que la muerte por congelación es tan dulce, o más, que el santo martirio que llevó a los primeros cristianos a nuestro diario santoral. De ahí que quienes, entregados a padecer por los demás, en lugar del hielo buscasen el fuego. Pues en el fuego, que todo lo purifica y es muerte menos dulcificada, está también el martirio.
   Fray Salvador, como si de un físico que en todo busca remedio o de un cirujano que extirpa el mal se tratase, continuó su razonamiento en torno a la muerte por el frío.
   -Se duermen los pies primeramente y el cosquilleo del sueño va subiendo a través del resto del cuerpo hasta que, sin darnos cuenta, cerramos los ojos y…
   -No se vuelven a  abrir –repliqué, sin aguardar el final de su charla.
   Su mirada lo pudo decir todo sin decir nada. Ni le gustó la interrupción ni fue de su agrado lo que salió de mis labios.
   -Sí, sí que se abren, en el Paraíso –sentenció, sin prestar atención, en apariencia, a la impertinencia de mi interrupción.
   Alma de santo y palabras de maestro las suyas. Incomprensibles en tantas ocasiones para quienes no conciben la santidad en las pequeñas cosas.

*****
   De la lumbre brinca la llama jugando a estirarse y encoger conforme la corriente de los corredores marca el baile. La corriente entra y sale, libre como el ave, a través de las arcadas del claustro, adormece el interior y da la vuelta, por si se dejó algo en el camino.
   El pocillo de la tinta, más espesa que de costumbre, amenazaba con cuajar al frío. He tenido la necesidad de aliviarlo, ya que de no haberlo puesto por cima y a la linde del brasero hubiese terminado siendo cuajaron de hielo. Y aun así, con brasero y lumbre, ni se templa el cuarto ni se calientan los huesos ni corre la tinta con la alegría que debiera. Las manos se entumecen y los dedos parecen sarmiento desnudo en los últimos días del otoño, cuando a la parra se le secó la sustancia.
   Un par de veces, por lo cercano con la portería, ha entrado a lo caliente fray Gonzalo, que está al tanto de la puerta, sin saber muy bien el porqué de continuar a su pie y