EL VALLE DE LA SAL.
La novela
A pocas leguas de la ciudad de los obispos,
en la que se levanta la catedral, se encuentra el Valle de la Sal, en el que,
gracias a las fuerzas de la naturaleza, la sal, tan necesaria al hombre para la
vida, afloró a la tierra.
La ciudad de los obispos, al igual que la
catedral, se levantó con el producto de alguno de los muchos salinares del
valle al que, para guardarlo, se dotó de castillos desde los que defenderlo.
También surgieron en el valle otras villas que con sus castillos, iglesias y
conventos contribuyeron a engrandecer la tierra del rey. Villas que, al igual
que la ciudad de los obispos, creció gracias al
beneficio de la sal; hasta que los reyes de Castilla se dieron cuenta de
que la sal la puso Dios en la tierra para beneficio de los reyes y emperadores;
para que con su producto hiciesen la guerra, ensanchasen sus reinos y pudieran
tener de qué vivir.
Es parte del argumento de una magnífica
novela en la que su autor nos introduce en el mundo de los salinares de
interior, concretamente de la provincia de Guadalajara y sus antiguas salinas
de Bonilla, situadas entre las actuales de Imón y de La Olmeda, en el conocido
“Valle del Río Salado”, entre las importantes poblaciones de Atienza y
Sigüenza.
Un hecho aparentemente insignificante para
aquellos tiempos, un caso de corrupción en la administración de la Real
Hacienda, cuando el siglo XVI comenzaba a dar sus últimos pasos, nos sirve para
introducirnos en un mundo hasta ahora desconocido, el del trabajo en las
salinas de interior desde los tiempos de la Reconquista hasta el siglo XVII;
tema que el autor ha estudiado concienzudamente hasta ser uno de los mayores
conocedores del mundo de la sal; habiendo dado a la imprenta numerosos trabajos
en torno a ello, que han pasado a engrosar la bibliografía de importantes
universidades de dentro y fuera de España.
Con maestría narrativa, el autor nos
introduce en ese mundo, el de la sal; en el de las catedrales medievales, como
la de Sigüenza (Guadalajara), ante la llegada de un nuevo obispo; en el de los
conventos franciscanos, desde los que salen los frailes que han de predicar la
humildad, y que serán perseguidos de alguna manera por los clérigos, cuya vida
tiene poco de humildad y mucho de arrogancia.
La obra original: “El Guardián del Salar”,
fue unánimemente elogiada como referente histórico de un mundo hasta ahora
escasamente estudiado, obteniendo el premio de Narrativa Histórica “Álvaro de
Luna”.
Sin duda, “El Valle de la Sal” culmina
aquella obra anterior, al tiempo que servirá de eje para obras futuras sobre un
mundo, el de la sal, que tanta historia dejó en tierras de Castilla.
El libro:
Tapa blanda : 400 páginas
ISBN-13 : 979-8679801325
Dimensiones del producto : 13.97 x 2.54 x 21.59 cm
Editorial : Independently published
ASIN : B08GVGCTJX
Idioma: : Español
Versión Kindle
Longitud de impresión : 291 páginas
Word Wise : No activado
Tamaño del archivo : 1796 KB
Texto a voz : No activado
Uso simultáneo de dispositivos : Sin límite
Lector de pantalla : Compatibles
Tipografía mejorada : Activado
Idioma: : Español
ASIN : B08GS6Y4NR
AQUÍ PUEDES LEER EL COMIENZO...
PRIMERO
28 de enero de 1611
Nona
El frío es, quizá, la extraña soga que
traba nuestro espíritu. El látigo que nos azota. El telón que nos cierra el
horizonte. La voz que nos lleva al recuerdo.
Por
ello, al sentirlo y advertir que me encogía sobre el escritorio, el padre
Guardián, en contra de su costumbre, alzó la voz al pasar por delante y ver la
extraña figura que me hacía componer:
-Abrigaos, os va a dar un pasmo.
Fue como un espíritu deslizándose por el
corredor. Tratando de hacer el menor ruido, como el soplo de aire que penetra
por la ventana y por ella se vuelve al lugar que lo trajo.
Lo vi perderse arrebujado en su capa, como
una sombra que se desvanece en medio de las tinieblas en busca de la portería.
Después se escuchó la campana de la puerta al abrirse y el profundo eco de la madera al cerrarse.
El mejor abrigo contra el frío está en la
calidez de la lumbre. Y en el oscilar de la llama bailoteando en medio de las
tinieblas, que también me lleva a ello, al recuerdo. A los días agrios en los
que la hoguera se encendió para librar del mal al entorno, a juicio de los
hombres, y dejar en mi conciencia el pesar que desde entonces me encoge y será
la losa que me ha de perseguir hasta la muerte.
Un viento helado penetra en el cuarto
encogiendo los ánimos al tiempo que arranca a las aberturas del ábside de la
iglesia un sonido que parece quejido de difunto subiendo de la cripta en busca
de la libertad que le ofrecen las ranuras que lo sacan al mundo, zarandeando
con su invisible mano las vidrieras, que con el zarandeo amenazan con venir
abajo y caer sobre nosotros en el momento en que, Dios no lo permita, nos
encontremos celebrando los oficios. Es ahora cuando me pregunto dónde están las
famosas riquezas de la iglesia, la pródiga mano divina que todo lo enmienda o
la caridad del mundo, que no ponen remedio a nuestros males.
Las miro ahora y me viene el mal
presentimiento pues frente a mí las tengo, queriendo imaginar lo que fueron
cuando los vidrieros las terminaron de componer dando al interior del templo un
juego de luces que a nuestros pasados debió de parecerles creado por los
mismísimos ángeles, y un sentimiento de dolor me invade ante el temor de que
puedan perderse, que como digo lo harán si nadie lo remedia. Como la iglesia
misma. Como el conjunto entero de este santo lugar, otrora casa de reyes y hoy
ruina de los desapegados tiempos que nos persiguen.
Las paredes desnudas del cuarto sobre las
que el reflejo de la lumbre no hace sino arrancar sombras que parecen danzar en
un baile infinito que más parece burla de demonio, no hacen sino lanzar más
frío dentro. Como que todo el del entorno se nos mete en la casa y no hay
puertas ni murallas, por espesas que sean, capaz de contenerlo.
Se echan a faltar aquellos tapices que en el
castillo del obispo, la casa del Corregidor o las capillas de la catedral
tratan de dar calidez a las estancias, sin conseguirlo en ocasiones, al tiempo
que visten la desnudez de la piedra.
-¿Cómo se os ocurre imaginar –me lanzó fray
Andrés Torija al escuchar mis pensamientos- que podrían estar cubiertas
nuestras paredes de lienzos?
-¿Por qué no? –Respondí preguntando
nuevamente cuando aquello surgió-. Tapices historiados que cuenten la de nuestra
casa como aquellos cuentan la historia de las batallas de los obispos, las
guerras de los reyes o las conquistas de los papas. ¿Por qué los nuestros no
podían contar los milagros del Patriarca, la vida de nuestros santos o las
obras de quienes nos precedieron en esta tierra?
Sin duda los contarán en otras casas,
regiones o países, que no en la nuestra. Tierra pobre y a la que su pobreza no
permite esos excesos. La vida y obras del Patriarca se trazan en las vidrieras
y sus colores, junto a sus hermosas proezas, las llenan de vida.
Fray Andrés, tan loco en otras ocasiones;
cuerdo al presente, sonrió como lo hacen los chiquillos a la mirada del dulce.
-¿Y quién los pagaría?
Esa era la pregunta que más dolor podía
causar. ¿Quién pagaría las telas ricas, los tapices, las obras del claustro o
la sopa que terminará llenando las escudillas cuando se nos llame al
refectorio, en tiempos en los que ni para llenar las escudillas tengamos?
-Día llegará en el que…
Y su dicho quedaba suspendido como el vuelo
del azor en el aire a la espera de caer sobre la presa, cuando la presa
mostrase su descuido.
Nuestra señora doña Teresa Bravo, de tan
grata memoria, legó algunos tapices de los suyos, tejidos en hilos de oro y
plata, a la casa. Los que, sin duda, caldeaban sus cuartos cuando el fuego
siempre acariciador del hogar la gratificaba con lisonja. Los de la torre de
los Bravo, que se enseñorea sobre la muralla como si quiera hacer burla a las
del castillo mirándolo, que también parece que las piedras cuando quieren
miran, de abajo a arriba. Haciendo equilibrio en el mismo ángulo de la muralla
en la que, bajo ella, se abren las puertas principales. Cómo para dar cuenta de
que hubo un tiempo en el que los Bravo fueron amos y señores de esta tierra. De
la villa, sus hombres, mujeres y bestias. El castillo, del Rey; la villa, de
los Bravo, que bravos se hicieron en la conquista de esta tierra. Y sobre sus
puertas, para saber quién entra y sale de ella, alzaron sus torres.
Los tapices de doña Teresa apenas cubren un
lienzo del muro de la capilla en la que mandó situarlos, frente al lugar en el
que reposan a la eternidad sus restos; sin que se note calentura alguna en la
iglesia. Tan fría como cualquier otra de nuestras estancias. Desangeladas como
el aula en la que, en los buenos tiempos, se dieron las lecciones de gramática
que tanto se echan a faltar en nuestros días. Sin más ornato en las paredes
desnudas que un humilde crucifijo sin crucificado que nos recuerda que más que
nosotros padeció nuestro Señor por la cristiandad entera.
Llevaba razón fray Andrés Torija al discutir
que nuestras paredes se cubriesen de lienzos; de poco nos hubiesen servido los
tapices a la hora de templar los cuartos o enlucir las piedras. De estar las
paredes de nuestra casa cubiertas de lienzos, pobres o ricos, los hubiésemos
tenido que vender al mejor postor para tener de qué comer. Pues no siempre hubo
con qué llenar los platillos. Y de caldear los cuartos en tiempo de hielo, de
no tener buena leña con la que alimentar la lumbre poco han de hacer las telas
por finas que sean, pues para que den calor hay que calentar las paredes antes.
-Pero no me negará vuestra paternidad…
-Ingenuo de mí, que imaginé lo contrario.
-La vida es sacrificio. Y sin sacrificio
nada hay que tenga valor –observó el dichoso fray Andrés frunciendo el ceño y
entornando los ojos, hecho sin duda a la dureza del clima de la villa, tantos
años como llevaba poniendo los pies sobre esta tierra que ni en los días de
mayor calentura arranca el sudor de la frente.
Para fray Andrés a todo en la vida se llega
a través del sacrificio. Sin admitir la verdadera realidad.
-Que siempre los sacrificados son los mismos
–murmuré, imaginando ingenuamente que por la dureza de su oído no me
escucharía.
A pesar de no escucharme, el muy astuto leyó
en mis labios; como que quienes pierden un sentido desarrollan otros que lo
suplen. Por lo que no faltó su reprimenda antes de dejarme concluir el
pensamiento.
-Sacrificio, y penitencia –insistió-, en la
vida toda ha de ser sacrificio y penitencia; a través de ello alcanzaremos la
gloria.
Pude replicarle, continuando el murmullo,
para que lo escuchase a viva voz que los sacrificados, como digo, éramos
siempre los mismos, los pobres, los necesitados o los haraposos en quienes se
ceba de continuo la desgracia; que ya pudiera hacerlo alguna vez en los
poderosos, de los que huye como del agua el gato, pero me hubiese respondido
que el sacrificio lo habíamos buscado nosotros en la pobreza y, como en parte
era cierto, no continué con una cuestión que a nada conducía, salvo a una de
esas discusiones que al final nada aclaran y todo lo terminan enturbiando.
Todavía cuando marchaba se volvió desde la
senda de la huerta:
-Recordad, sacrificio y penitencia
engrandecen al hombre y lo acercan a la salvación.
Y dicho ello sus pasos se fundieron con la
alargada y fina sombra de los chopos, empezando a desnudarse al frío del
invierno.
*****
La nieve cubre todo lo que la mirada
alcanza, y suerte fue que el lagrimeo de los cielos se inició llegados ya a la
vista de la villa, de la contra y visto cómo nos amaneció el día nos hubiera
dejado en el camino contraídos a cualquier refugio y ateridos de frío; o mejor,
hechos masa de hielo a semejanza del paisaje y fundidos en él. Que no sería la
vez primera en la que alguno de los nuestros creyendo buscar la salvación al
abrigo de una covacha halló en ella la muerte dulce de quien se duerme al frío para despertar al calor del paraíso.
-La muerte
más dulce. Pues quien helado muere lo hace soñando en el amor celestial,
en el calor divino...
Fray Salvador, tan metódico en sus actos
como en sus observaciones médicas, siempre defiende que la muerte por
congelación es tan dulce, o más, que el santo martirio que llevó a los primeros
cristianos a nuestro diario santoral. De ahí que quienes, entregados a padecer
por los demás, en lugar del hielo buscasen el fuego. Pues en el fuego, que todo
lo purifica y es muerte menos dulcificada, está también el martirio.
Fray Salvador, como si de un físico que en
todo busca remedio o de un cirujano que extirpa el mal se tratase, continuó su
razonamiento en torno a la muerte por el frío.
-Se duermen los pies primeramente y el
cosquilleo del sueño va subiendo a través del resto del cuerpo hasta que, sin
darnos cuenta, cerramos los ojos y…
-No se vuelven a abrir –repliqué, sin aguardar el final de su
charla.
Su mirada lo pudo decir todo sin decir nada.
Ni le gustó la interrupción ni fue de su agrado lo que salió de mis labios.
-Sí, sí que se abren, en el Paraíso
–sentenció, sin prestar atención, en apariencia, a la impertinencia de mi
interrupción.
Alma de santo y palabras de maestro las
suyas. Incomprensibles en tantas ocasiones para quienes no conciben la santidad
en las pequeñas cosas.
*****
De la lumbre brinca la llama jugando a
estirarse y encoger conforme la corriente de los corredores marca el baile. La
corriente entra y sale, libre como el ave, a través de las arcadas del
claustro, adormece el interior y da la vuelta, por si se dejó algo en el
camino.
El pocillo de la tinta, más espesa que de
costumbre, amenazaba con cuajar al frío. He tenido la necesidad de aliviarlo,
ya que de no haberlo puesto por cima y a la linde del brasero hubiese terminado
siendo cuajaron de hielo. Y aun así, con brasero y lumbre, ni se templa el
cuarto ni se calientan los huesos ni corre la tinta con la alegría que debiera.
Las manos se entumecen y los dedos parecen sarmiento desnudo en los últimos
días del otoño, cuando a la parra se le secó la sustancia.
Un par de veces, por lo cercano con la
portería, ha entrado a lo caliente fray Gonzalo, que está al tanto de la
puerta, sin saber muy bien el porqué de continuar a su pie y